viernes, 25 de septiembre de 2009

6. La Sierpe Negra


Bien les quedaba claro a todos desde hacía tiempo que el Calamidad no era un barco corriente, parecía estar siempre rodeado de una bruma preternatural y ni siquiera en los días claros y soleados podía desembarazarse de esa sensación pegajosa de la niebla, como si ésta abrazase al navío negro como una amante despechada, con amor y odio. Los días transcurrían tediosamente mientras remontaban la costa, sólo las conversaciones con Dolin y Forak parecían animar lo que otrora era el aburrimiento que emanaba de la inacción. Ni observar el horizonte, ni trabajar en cubierta, ni pasear mientras llovía a mares, nada parecía aliviar esa sensación de nerviosismo, de ser observado que los perseguía. Aquellas cuatro maderas habían dejado de ser un refugio para convertirse en una prisión.

Y así una aciaga noche se apercibieron de una extraña tormenta que se acercaba a una velocidad anormal, una mancha de oscuridad sobre el manto de estrellas y dos rojizas luces como toda señal. Entonces y sólo cuando la tormenta sobrenatural cayó sobre el barco comenzó lo que Dîn recordaría como la lucha más dura que jamás tuvo, una enorme serpiente negra embestía el Calamidad envuelta en la oscuridad más profunda y en la más terrible de las galernas.

Ni siquiera el brazo titánico de Sunthas, ni los golpes certeros de Gulthar, ni el arco de Adrahil y ni, horror, la maza de Dîn fueron capaces de hacerle más que los más pequeños rasguños a la criatura del abismo. El Calamidad se bamboleaba al ritmo de las embestidas y golpes y los marinos con el rostro espantado de terror golpeaban al horror abisal con la fuerza que otorgaba la desesperación. La lucha devengaba en derrota, heridos y ateridos de frío, no tenían más razón de ser que sus armas y el resto del mundo no existía, sólo respiraban para alzar el brazo una vez más, para tensar el arco un vez más, para sangrar hasta morir.

Pero la solución vino de la forma más sencilla, pues Vengaree, Idris y Haldir supieron leer el combate como los viejos lobos de mar y refugiados en la segunda cubierta golpearon hasta despellejarse las manos el vientre de la serpiente a través de la escalera que bajaba. Al albor de la galerna que la rodeaba y a salvo de sus ataques la golpearon con gritos que luchaban contra el estruendo sobre ellos y con cada hachazo pusieron todo su empeño, hasta un pedacito de alma dijo la dulce Idris, pues con cada uno de ellos se jugaban no solo la vida sino la salvación a la condenación a bordo de este barco.

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